Trump, consciente de la magnitud del impacto económico y mediático, hizo su propia lectura de la crisis: reconoció públicamente que la contundencia migratoria estaba perjudicando a sectores vitales que necesitan personal entrenado y confiable, con experiencia acumulada, difícil de suplantar por trabajadores recién contratados. En sus redes sociales afirmó que “nuestros grandes agricultores y la gente del sector hotelero y de ocio han estado diciendo que nuestra política migratoria tan agresiva les está quitando trabajadores muy buenos y con muchos años de experiencia, y que esos puestos de trabajo son casi imposibles de reemplazar”.
El nuevo mensaje del presidente fue inequívoco: “debemos proteger a nuestros agricultores, pero sacar a los criminales de Estados Unidos. ¡Se avecinan cambios!”. La orden correspondiente fue transmitida internamente en ICE: ya no se perseguirá activamente a empleados en entornos laborales turísticos o agrarios, aunque sí se mantendrán operativos contra aquellos involucrados en delitos graves .
Este ajuste no fue improvisado: surge en medio de intensas protestas, sobre todo en ciudades internacionales como Los Ángeles, donde grupos en defensa de los migrantes y trabajadores resaltaron que estas redadas amenazaban no solo el empleo, sino también el desarrollo local y la cohesión social. Hubo despliegues de la Guardia Nacional y Marines para apoyar al ICE, lo que generó un fuerte rechazo entre líderes políticos y comunitarios.
Pero, más allá de la conmoción social, la decisión se afianza en argumentos económicos irrefutables. Un alto funcionario agrícola, según la prensa, informó al presidente que si el campo estadounidense pierde a la mitad de su fuerza laboral —muchos sin papeles—, podría enfrentarse a una escasez masiva de productos y un aumento de costos que dañaría tanto a consumidores como a exportadores . Además, sectores como el hotelero y de servicios críticos durante la pandemia siguieron dependiendo excesivamente de trabajadores migrantes experimentados.
Este cambio, calificado por medios como “el giro inesperado” en la política migratoria de la segunda presidencia de Trump, evidencia que la deportación masiva no estaba concebida como un fin inmutable, sino como una herramienta que podía reajustarse según el impacto sobre la economía nacional.
A pesar de ello, el alivio no es completo ni permanente. La directiva actual no es una amnistía, ni una reforma legislativa, sino una excepción táctica enfocada exclusivamente en ámbitos productivos críticos. En otras áreas, los procedimientos seguirán su curso habitual. El Departamento de Seguridad Nacional reafirmó que continuarán “sacando de las calles de Estados Unidos a los peores inmigrantes ilegales criminales”.
Por tanto, este cambio no supone un cambio profundo de principios migratorios, sino una respuesta pragmática a una situación de choque entre la dureza de las políticas y la necesidad de mantener operativos sectores esenciales. Trump ha vuelto a recalcar que su compromiso es expulsar delincuentes, pero que los trabajadores productivos serán “protegidos” mientras su labor sea indispensable.
El giro de Trump hacia una política de deportaciones selectivas responde a una motivación funcional: preservar la fuerza laboral de industrias dependientes de inmigrantes mientras se insiste en la expulsión de personas con antecedentes criminales. Así, frente a una agenda migratoria rígida, emerge un ajuste táctico diseñado para minimizar el impacto económico sin renunciar al discurso de mano dura.