En la moda y los accesorios, Gucci —símbolo de la capacidad de la industria para reinventar códigos estéticos— también opera en un terreno más áspero. El consumidor joven, que fue motor de la ola pospandemia, hoy compra con más cálculo: busca valor, narrativa auténtica, circularidad y experiencias, pero también compara, espera promociones y migra con rapidez entre marcas. La ralentización en China —mercado clave— y la saturación de productos “logo-driven” han pesado en el tráfico y en la conversión, obligando a repensar surtidos, precios y ritmos de novedad. No es un problema aislado de una etiqueta: es un cambio de viento que afecta al conjunto, como reflejan los informes de 2025 que anticipan una contracción del mercado de bienes personales de lujo de entre el 2% y el 5% en el año, primera caída significativa (excluida la pandemia) en más de quince años.
¿Por qué se van esos 50 millones? En parte, por el mencionado “shock de precios” que expulsó a la clientela de acceso; en parte, por la normalización del gasto tras los excesos del “revenge shopping”; y en parte, por un contexto macro más duro: crecimiento tibio, tipos elevados y confianza volátil. A eso se suma un desplazamiento del gasto hacia ocio, viajes y tecnología, y una vigilancia reputacional inédita: la coherencia social y ambiental ya no es opcional. En paralelo, el peso del cliente de alto valor (HNW) se ha incrementado y hoy concentra cerca de la mitad del gasto del sector, protegiendo parcialmente los ingresos, pero deja al descubierto la fragilidad del escalón aspiracional que daba tracción a volumen y a notoriedad. Para las marcas, la conclusión es doble: reforzar el “core” sin perder a la cantera.
El termómetro financiero ha reaccionado con crudeza. Las presentaciones de objetivos a largo plazo menos ambiciosos o con más incertidumbre tecnológica se castigan al instante; cualquier señal de que el crecimiento dependerá menos de ticket medio y más de volumen en un entorno de demanda más fría dispara preguntas sobre márgenes y capex. En este tablero, el automóvil de lujo y la marroquinería de alto precio comparten dilemas: cuánto subir sin romper, cómo dosificar la escasez, y de qué modo integrar la transición energética o la circularidad sin diluir el aura. Ferrari, por ejemplo, insiste en que la tecnología actual no permite aún un superdeportivo 100% eléctrico que respete su promesa de experiencia, y reajusta su hoja de ruta con híbridos como puente; la moda de primer nivel, por su lado, explora líneas más accesibles, relojes y pequeñas pieles para reenganchar a los que se fueron, sin banalizar el emblema.
Las casas con mayor disciplina de marca y control de distribución aprovecharán para limpiar canales, reducir dependencia de descuentos y elevar la calidad percibida del servicio. En producto, crecerá la apuesta por iconos atemporales frente al “drop” frenético; en precio, veremos microsegmentación y ventajas para la recurrencia (reparación, recompra, personalización). Y en retail, menos ruido y más teatro: tiendas como espacios de relación, datos al servicio de la experiencia y una omnicanalidad que no compita consigo misma. La reconquista del cliente aspiracional —ese que hoy duda— pasa por restaurar la promesa de duración (calidad y reventa), por dar razones culturales para pertenecer y por demostrar, con hechos, que exclusividad y responsabilidad pueden coexistir. El lujo no desaparece: se vuelve más selectivo. Y en ese terreno, Ferrari, Gucci y compañía están obligadas a demostrar que la cima sigue siendo su hábitat natural, incluso cuando el sendero se estrecha.