El riesgo más inmediato para quienes planean volar radica en el desgaste de los equipos humanos. En cierres anteriores, como el de 2018-2019, muchos agentes del TSA y controladores de tráfico aéreo comenzaron a faltar, lo que desbordó las colas de los aeropuertos y amplió los tiempos de espera. Si aumenta el ausentismo, los pasajeros podrían enfrentar demoras de horas, revisiones más lentas o incluso cancelaciones.
Aun cuando el transporte aéreo represente el foco principal, las repercusiones se expanden a otras ramas del turismo. Los parques nacionales, museos y monumentos dependientes del gobierno —muchos de los cuales están gestionados con presupuestos federales— podrían cerrar sus puertas o operar con servicios mínimos si el cierre se extiende. Algunas de estas instituciones cuentan con personal que no ha sido declarado esencial, y podrían suspender operaciones ante la falta de fondos.
Esa clausura parcial de atractivos turísticos puede afectar también a los destinos que dependen del turismo interno y extranjero, generando una pérdida económica significativa. Analistas estiman que la industria de viajes podría dejar de generar alrededor de mil millones de dólares por semana si la paralización persiste. En ese contexto, el poder adquisitivo de los visitantes y la demanda turística podrían resentirse aún más si se juntan otros factores negativos.
Algunas áreas permanecen relativamente protegidas. Los servicios de transporte ferroviario, como Amtrak, operan sin depender directamente de los fondos que se encuentran bloqueados. También los sistemas de visados y pasaportes mantienen cierta capacidad operativa, pues disponen de fuentes de financiación independientes. Sin embargo, otros servicios intermedios, como nuevos procesos de contratación, mantenimiento de equipos o entrenamiento de personal, quedan suspendidos hasta que se retome el flujo de fondos.
Para los viajeros, la recomendación inmediata es anticiparse a posibles contratiempos. Con el cierre, es prudente planificar con mayor margen de tiempo en los desplazamientos a los aeropuertos, evitar traslados ajustados, prever que los tiempos de control de seguridad puedan alargarse, y revisar con frecuencia el estado de los vuelos. También conviene verificar si los sitios que planean visitar —parques, museos, monumentos— están abiertos u operan con normalidad antes de programar visitas. Una medida útil es contar con vuelos con opciones de cambio flexible, pues si el cierre persiste podrían surgir cancelaciones o reprogramaciones masivas.
En el plano más amplio, el cierre deja en evidencia la fragilidad estructural que tienen muchas agencias federales respecto al financiamiento. Las actividades más rutinarias —desde actualizar sistemas de gestión aeroportuaria hasta modernizar infraestructura— quedan paralizadas ante la ausencia de asignaciones presupuestarias. Si la interrupción se prolonga, podría comprometer la capacidad de respuesta, la seguridad operativa y la calidad del servicio en todo el ecosistema turístico.
Aún es posible que los viajeros transiten sin mayores sobresaltos mientras el cierre no se extienda demasiado. Pero a medida que pasa el tiempo, las fallas acumuladas —ausentismo, saturación de servicios, cierre de atractivos— pueden converger y afectar la experiencia de viaje de forma notable. El sector turístico y las autoridades deberán monitorear cuidadosamente la situación para mitigar impactos y garantizar que, cuando se reabra el gobierno, no queden daños de largo plazo en la conectividad, la confianza del viajero y la economía del turismo.