El Pontífice aportó cifras que interpelan a gobiernos, empresas y ciudadanos: 673 millones de personas se acuestan sin comer y 2.300 millones no pueden permitirse una dieta nutricionalmente adecuada. A cinco años del horizonte de la Agenda 2030, recordó que el objetivo Hambre Cero será inalcanzable si no hay voluntad política real, presupuesto estable y cooperación coordinada entre agencias internacionales, Estados, academia, sociedad civil y sector privado. Su petición fue inequívoca: asumir corresponsabilidad y dejar de mirar hacia otro lado.
Con especial gravedad, León XIV condenó el uso del alimento como arma de guerra, una práctica que reaparece en escenarios de conflicto y que dinamita décadas de sensibilización. Mencionó crisis abiertas en Ucrania, Gaza, Haití, Afganistán, Malí, República Centroafricana, Yemen y Sudán del Sur, y subrayó que el “silencio de quienes mueren de hambre” debería sacudir las conciencias y las agendas de quienes toman decisiones. La guerra —denunció— destruye antes los campos que las ciudades y empuja a escenas indignas, con niños buscando comida “con la piel pegada a los huesos”.
El Papa fue igualmente exigente con la política y la cultura pública. Alertó contra un paradigma polarizado que sustituye a la persona por el beneficio y reduce la solidaridad a retórica. Reclamó encarnar valores —no sólo proclamarlos— y propuso una visión ética que reconcilie eficacia con dignidad humana. Su defensa del multilateralismo ocupó un lugar central en el discurso: en un mundo multipolar e interdependiente, dijo, se necesitan instituciones fuertes y cooperación real para frenar “tentaciones autocráticas” y orientar las prioridades hacia los últimos.
Hubo también un reconocimiento explícito del liderazgo femenino en la lucha contra el hambre. León XIV definió a las mujeres como “arquitectas silenciosas de la supervivencia” y “custodias de la creación”, reclamando que su papel sea valorado y respaldado con políticas, recursos y representación efectiva en la toma de decisiones. Vinculó esta reivindicación con una noción amplia de desarrollo integral que integra alimentación, salud, educación, sostenibilidad y paz social.
El mensaje añadió un componente pastoral: pidió no acostumbrarse a la miseria como “música de fondo”, sino recuperar la capacidad de compasión activa. Invitó a revisar estilos de vida y prioridades, a reducir el desperdicio —que convive con el hambre masiva—, y a orientar el consumo hacia cadenas de valor que remuneren justamente a productores rurales, protejan la biodiversidad y fortalezcan la resiliencia climática. Bajo esa lógica, el progreso no se mide sólo por el PIB, sino por la capacidad de una sociedad de asegurar pan, dignidad y futuro a los más vulnerables.
La intervención, seguida por líderes como la primera ministra italiana Giorgia Meloni y la reina Letizia, se cerró con una oferta de acompañamiento: la Santa Sede y las instituciones de la Iglesia —afirmó— están dispuestas a colaborar con todos los actores para lograr resultados duraderos y verificables. En un aniversario simbólico para la FAO, León XIV no ofreció un diagnóstico complaciente, sino un mandato ético que combina urgencia y esperanza: terminar con el hambre es posible si se alinean voluntad política, recursos y cooperación; lo que falta no son soluciones, sino coraje colectivo para aplicarlas.