Las raíces de esta convivencia se hunden en leyenda y en historia. Se dice que, cinco años después de alcanzar la iluminación, Buda visitó Sri Lanka para mediar en un conflicto entre dos reyes naga que pleiteaban por un trono engastado en gemas. Sobre esa silla se levantó el stupa Rajayathana, hoy revestido de plata y considerado uno de los 16 Solosmasthana —es decir, uno de los principales lugares de peregrinación budista en Sri Lanka. A solo 700 metros, el templo hindú Nagapooshani Amman sigue recibiendo a devotos tamil. Durante siglos, estos dos centros sagrados sobrevivieron guerras, invasiones coloniales y años de conflicto interno, y sin embargo resurgieron de sus escombros como testimonio de resiliencia espiritual.
Cuando, entre los siglos XVI y XX, portugueses, holandeses y británicos saquearon y devastaron templos, Nagadeepa también sufrió. Más tarde, en los años más oscuros de la guerra civil, las estructuras quedaron casi destruidas. En un acto extraordinario, el venerable Brahamanawatte Dhammakitti Tissa Thero se posicionó en defensa de la comunidad musulmana local aun cuando el LTTE emitió órdenes de desalojo. Bajo su protección, muchos musulmanes permanecieron y sobrevivieron. Fue ese gesto —un puente entre creyentes— el que cimentó el espíritu de reconciliación que hoy permanece. Tras 2009, los templos volvieron a erigirse, ladrillo a ladrillo, oración a oración, manos de hindúes y budistas trabajando codo a codo.
Lo que distingue este territorio de otros centros de peregrinación es la simultaneidad del culto: en el alba, mientras los budistas circunvalan el stupa plateado, los hindúes realizan abluciones en el templo cercano, sin horarios estipulados ni fronteras religiosas visibles. Procesiones conjuntas, conocidas como Nagadeepa Perahera, recorren las angostas sendas del islote cuando llega el mes festivo. Las piedras muestran inscripciones de serpientes naga, y la arquitectura integra símbolos budistas e hindúes en un mismo enclave. Los rituales de purificación utilizan agua bendita sobre las mismas piedras sagradas, símbolo claro de unión: quienes rezan lo hacen en el mismo suelo, entre luces y murmullos que no distinguen credo.
Visitar Nagadeepa exige humildad. El ferry parte desde Kurikadduwan en horarios diurnos; el trayecto cuesta unos 15 USD ida y vuelta. La temporada óptima va de noviembre a febrero, cuando el clima es apacible y el mar respetuoso. Esas fechas coinciden con festividades como Thai Pongal y la Perahera, momentos en que la isla late con intensidad espiritual. Es recomendable llegar antes de las 8 a. m. para participar en las pujas matutinas, cuando la bruma aún flota sobre el estrecho. Los visitantes deben vestir con modestia —cubrir hombros y rodillas—, quitarse los zapatos al acceder a los templos, y solicitar permiso para fotografiar dentro del stupa. Durante los rezos, reina el silencio: no se permiten selfie sticks ni grupos bulliciosos.
Los habitantes de Nagadeepa se oponen firmemente al turismo masivo. Hace poco más de una década, al crecer la infraestructura turística en Jaffna, unos 3.000 residentes rechazaron abrir hostales nocturnos y tiendas de recuerdos. Temen que, como en otros sitios sagrados del sur de la isla, el respeto al sagrado ceda ante el afán de tráfico turístico. Su estrategia natural de filtro es su aislamiento: solo se accede por ferry, y eso ayuda a preservar una atmósfera de recogimiento. Si el paso marítimo se conectara con puentes o si el turismo descontrolado llegara, Nagadeepa dejaría de ser un santuario de coexistencia para convertirse en otra vitrina turística.
Una devota tamil, Ananthi, expresó: “Reconstruimos este templo tras la guerra. No permitiremos que el turismo lo destruya de nuevo.” No es rechazo al forastero: es advertencia a quien viene a coleccionar instantáneas en lugar de plegarias. Quienes llegan con verdadero respeto son bienvenidos. Y los que solo buscan Instagram descubren, a menudo, un silencio que no consiente el ruido.
Antes de que agencias internacionales comiencen a redirigir peregrinaciones masivas, conviene visitar Nagadeepa consciente del papel que se quiere asumir: caminante, aprendiz, peregrino. El ferry parte cada día. Al pisar esta isla, la elección es clara: respetar o perturbar. Quienes eligen hacerlo en respeto, hallan un fragmento vivo del milagro: que en un mundo dividido, existe un rincón donde la fe no divide, sino une.