La Administración Federal de Aviación (FAA) mantiene a unos 13.000 controladores y a cerca de 50.000 agentes de la TSA en servicio sin remuneración mientras dure el cierre. Algunas dependencias han reportado un ligero aumento de bajas por enfermedad y más turnos extendidos —semanas de seis días y jornadas de diez horas—, lo que, unido al déficit estructural de personal (miles por debajo del objetivo), reduce aún más el margen operativo. La combinación de cansancio, incertidumbre y plantillas ajustadas obliga a la FAA a reducir tasas de llegada y salida en determinados aeropuertos para preservar la seguridad, con el consiguiente efecto dominó en las conexiones.
El sindicato de controladores (NATCA) ha pedido públicamente al Congreso que ponga fin “lo antes posible” al cierre, recordando que estas interrupciones erosionan capas críticas de seguridad del Sistema Nacional del Espacio Aéreo. A la par, la organización ha instado a sus miembros a seguir presentándose a trabajar y evitar cualquier acción que comprometa la seguridad, advirtiendo que no hacerlo puede conllevar sanciones laborales. El mensaje busca un difícil equilibrio entre denunciar la precariedad de trabajar sin sueldo y preservar la continuidad del servicio.
Desde el Gobierno, el Secretario de Transporte, Sean Duffy, ha endurecido el tono contra las ausencias reiteradas y ha deslizado que quienes no se presenten podrían ser despedidos. Aunque subraya que entre un 90% y un 95% de los controladores sigue cumpliendo con sus turnos, admite que “incluso un pequeño número” de bajas tiene efectos de gran escala en la red. La advertencia recuerda la fragilidad del sistema ante la menor disrupción en áreas críticas y reaviva el fantasma de la última gran crisis por cierre gubernamental en 2019, cuando el absentismo forzado terminó impactando en la operación.
En términos prácticos, los viajeros deben prepararse para jornadas más irregulares de lo habitual, en especial en los picos de primera hora de la mañana y en los “banks” vespertinos de conexiones. Las aerolíneas están ajustando sus programas y reforzando la atención al cliente, pero su margen es limitado cuando las restricciones nacen del control del tráfico y no de su operación propia. En aeropuertos como Dallas y Chicago ya se han visto promedios de 30 a 40 minutos de demora por regulaciones de capacidad; en Nashville, el martes se vivió un episodio de reducciones que tensó la puntualidad en toda la tarde. Monitorear el estado del vuelo, viajar con mayor holgura en las escalas y mantener actualizados los canales de notificación con la aerolínea son recomendaciones hoy más relevantes que nunca.
De fondo, el problema no es de seguridad —las salvaguardas se mantienen—, sino de resiliencia y previsibilidad. Un sistema que opera con “piel fina” de personal entra rápidamente en zona de riesgo operativo cuando se combinan ausencias, fatiga y turnos extendidos. Si el bloqueo presupuestario se desactiva pronto, la red recuperará gradualmente su ritmo; si se prolonga, la excepcionalidad de estos días puede convertirse en norma, con un coste reputacional y económico para aerolíneas, aeropuertos y destinos turísticos. El mensaje es claro y transversal: la estabilidad presupuestaria no es un debate abstracto en Washington; se mide en minutos de demora, en confianza del pasajero y en la competitividad de la aviación estadounidense.