Sophia Tibon
Los beneficios del turismo que se escapan de los destinos
El relato de los récords turísticos suele celebrarse con cifras de llegadas y gasto, pero en gran parte del Caribe —de República Dominicana a Jamaica, de Bahamas a Santa Lucía, pasando por Aruba, Puerto Rico o Barbados— persiste una paradoja incómoda: entran millones y una porción sustantiva del valor generado sale por canales invisibles sin arraigar en la economía local. La “fuga” o leakage adopta formas diversas: paquetes vendidos en origen por turoperadores foráneos; resorts integrados que importan buena parte de sus insumos; plataformas de intermediación con sede fiscal fuera del destino; y cadenas globales que repatrian utilidades a sus matrices. Cuando esto ocurre de manera sistemática, cada dólar gastado por el visitante hace pocas escalas en negocios, nóminas y proveedores locales antes de abandonar la isla, reduciendo la multiplicación del ingreso y dejando un rastro leve en el tejido productivo.
La arquitectura del todo incluido ha sido particularmente influyente en mi Caribe. Su promesa de previsibilidad y control de costes seduce a mercados emisores y a familias que buscan “vacaciones sin sobresaltos”, pero esa comodidad tiene efectos colaterales. Si el huésped desayuna, almuerza, cena, se entretiene y compra dentro del resort, el comercio de proximidad —colmaditos, restaurantes, guías independientes, taxis, artesanos— recibe solo migajas del flujo turístico. A ello se suma la logística: desde carnes y vinos hasta amenities y materiales de construcción suelen adquirirse fuera por economías de escala corporativas, mientras que los contratos de publicidad, tecnología y seguros se firman con proveedores externos. El resultado es un destino lleno de visitantes, pero con cadenas de valor cortas, salarios contenidos y baja densidad empresarial local.
El segmento de cruceros reproduce la lógica de concentración, con matices. Líneas de gran tamaño controlan la experiencia a bordo y fijan acuerdos de escala que maximizan el tiempo en el barco. Muchos pasajeros descienden pocas horas y gastan relativamente poco en tierra, ya que han prepagado comedor, ocio y compras duty free. Los puertos compiten con rebajas de tasas, inversiones públicas en terminales y facilidades regulatorias, pero si no se negocian contrapartidas claras —como cuotas de guías locales, curaduría de excursiones comunitarias, compras a productores del territorio o permanencias más largas—, el balance fiscal y económico puede resultar modesto en comparación con la presión sobre infraestructuras, residuos y ecosistemas costeros.
La paradoja del “más es mejor” no es exclusiva del Caribe. En Bali y Phuket, el turismo masivo tensiona el precio de la vivienda y el acceso al agua; en las Maldivas o Seychelles, la economía se beneficia de tarifas altas pero importa gran parte del abastecimiento; en ciudades patrimoniales como Dubrovnik o Venecia, el exceso de visitantes comprimidos en pocas horas inhibe el consumo disperso y desplaza al comercio tradicional. En México, la Riviera Maya combina resorts integrados y parques temáticos que aprovechan escalas industriales, mientras las comunidades mayas reclaman mayor participación en la cadena de valor. La lección transversal es nítida: sin reglas que acompañen el crecimiento, la riqueza turística tiende a concentrarse en nodos corporativos y a desanclarse del territorio.
El coste ambiental amplifica el problema. Coralinas estresadas por anclajes, vertidos o sedimentación; acuíferos sobreexplotados por complejos que consumen en días lo que un barrio en semanas; residuos sólidos que superan la capacidad de gestión municipal; huella energética elevada en islas que aún dependen de combustibles fósiles. Cuando los balances se hacen de puertas adentro —ocupación, RevPAR, gasto promedio—, esas facturas quedan fuera de cuadro. Pero los destinos que no internalizan los costes terminan pagando con pérdida de atractivo: playas erosionadas, arrecifes degradados, congestión, conflictos vecinales y reputación en entredicho.
¿Qué hacer para que el turismo se quede y rinda? La primera palanca es contractual y fiscal: condicionar incentivos, licencias y exenciones a compromisos medibles de compra local, empleo de calidad, formación y encadenamientos con pymes del territorio. Publicar auditorías de leakage por establecimiento y destino, con metodologías comparables, ayudaría a premiar a quienes más anclan valor y a corregir a los rezagados. La segunda es de mercado: favorecer productos que estiran la estancia media y mezclan playa con cultura, naturaleza y gastronomía, integrando rutas de agricultores, cooperativas pesqueras, artesanos y emprendimientos creativos. La tercera es urbana y social: ordenar el alojamiento para evitar desplazamientos de residentes, asegurar vivienda para trabajadores del sector, y captar parte de la plusvalía turística mediante tasas finalistas destinadas a infraestructura, saneamiento, gestión de residuos y conservación marina.
El Caribe dispone de activos para ese giro. En República Dominicana, más acuerdos de compra con productores locales pueden transformar la dieta del resort en palanca para el campo; en Jamaica, la música, el deporte y la cultura rastafari ofrecen experiencias de alto valor añadido fuera del perímetro hotelero; en Barbados o Antigua y Barbuda, la náutica y el turismo científico de coral pueden atraer perfiles dispuestos a contribuir con proyectos de conservación; en Puerto Rico, la economía creativa y la innovación culinaria pueden convertir barrios en circuitos gastronómicos vivos; en Santa Lucía o Granada, el cacao, las especias y la agroforestería brindan relatos de origen con potencial de premium. La clave es curar la experiencia y asegurar que el visitante tenga motivos reales para gastar en la comunidad y no solo en la pulsera.
Las políticas también deben mirar al mar. Acuerdos con navieras que fijen mínimos de gasto en tierra, escalas más largas y cupos para operadores locales; zonas de fondeo reguladas y arrecifes artificiales que alivien la presión sobre áreas sensibles; tasas verdes aplicadas con transparencia y reinvertidas en conservación; y estándares de eficiencia hídrica y energética para hoteles y puertos que reduzcan la dependencia de diésel. Cuando la naturaleza es el principal atractivo, protegerla no es filantropía: es asegurar la base del negocio.
El turismo puede ser una herramienta formidable para el desarrollo si el valor no se escurre. Medir la fuga, rediseñar incentivos, pactar reglas con los grandes actores y multiplicar las puertas de entrada al gasto son pasos concretos para que la prosperidad deje huella. Caribe o Mediterráneo, Índico o Pacífico: la cuestión no es solo cuántos llegan, sino cuánto se queda, dónde se queda y quién se beneficia. Cambiar el marcador de “visitantes” por el de “valor anclado” es el primer acto de honestidad de cualquier estrategia turística que aspire a durar.
Autora: Sophia Tibon
Sophia Tibon, nacida en Jamaica, es analista y periodista especializada en políticas turísticas y sostenibilidad en destinos insulares. Formada en Estados Unidos (grado y posgrado en economía y desarrollo), investiga cadenas de valor, fuga de ingresos y conservación marina. Ha publicado reportajes e informes sobre empleo, vivienda y transición ecológica en el Caribe y América. Actualmente asesora proyectos de turismo responsable y economía creativa.
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